Haber llegado al valle de
Omo había sido ya de por sí un traslado en tiempo y espacio a una
dimensión completamente diferente a lo que había experimentado
alguna vez. Sin embargo, dicha experiencia estuvo teñida por los
efectos profundamente negativos que tiene el turismo en esa región.
Pero al cruzar el río Omo en Omorate todo se transformaría
radicalmente. Allí, ya con el sello de salida de Etiopía en el
pasaporte, cargamos las bicicletas en una canoa tradicional Dassanech
para cruzar el legendario río y emprender uno de los estrechos más
rigurosos, remotos e impredecibles de todo el este de África: la
inestable tierra de nadie de la triple frontera entre Etiopía, Kenia
y Sudán del Sur. Pocos momentos había esperado con tanta ansiedad
en mi vida como este y estaba por recibir finalmente la buena dosis
de adrenalina que traería consigo.
Cuando uno desembarca de
la canoa al otro lado del Omo todo se vuelve inmediatamente
diferente, lo que en gran medida se debe a que a este lado del río
ya no llegan los tours en 4x4. Se siente claramente en la actitud de
la gente de las tribus, en su comportamiento, en su manera de
mirarnos tímidamente con la misma intensa curiosidad con la que
nosotros los miramos a ellos, pero por sobre todas las cosas porque
ya no nos piden absolutamente nada. Pasamos las primeras chozas de
las aldeas Dassanech a orillas del Omo, las mujeres envueltas en sus
collares de bolitas azules y rojas pasan caminando con los bidones de
agua en la cabeza y sus pechos bamboleandose al andar. Niños y niñas
salen de los iglues de chapa donde viven para correr a nuestro
encuentro, pero no nos molestan como en el lado etíope, sino que se
ríen, nos siguen, nos tratan de ayudar a empujar las bicicletas.
Miran todo nuestro equipo y quieren tocarlo todo como si fueran
objetos completamente desconocidos, lo son para ellos. Julia les da a
probar sus gafas, yo dejo que otros se monten en mi bicicleta
Nos dirigimos por tierra
de nadie hacia la invisible frontera con Kenia, siguiendo por la
arena las errantes huellas que aparecen y desaparecen caprichosamente
entre los arbustos secos de este desierto. Sólo la brújula y el GPS
pueden guiarnos mientras apuntamos hacia un lejano punto negro (el
puesto militar etíope), allá distante en un difuso horizonte
borroso de espejismos, donde el mundo se parte perfectamente al medio
entre un cielo azul inmaculado y el tapiz amarillo de la arena.
Ráfagas esporádicas de viento nos escupen arena mientras alternamos
entre pedalear y empujar los primeros kilómetros en el medio de la
nada a medida que avanzamos lentamente en dirección a Kenia.
Por momentos creemos que
estamos completamente solos, pero de repente una serie de siluetas
delgadas se dibuja en la distancia. Los niños Dassanech se acercan a
toda velocidad, parecen no tener noción alguna de los objetos que
tenemos. Me basta con hacer un movimiento para sacar la cámara de mi
bolsa para que todos salgan corriendo despavoridos del terror a los
alaridos. Me lleva unos minutos generar la confianza para que vuelvan
paso a paso, cautelosamente, casi en punta de pies, y pierdan el
miedo. Miran a la cámara sin entender que es pero sus miradas son
impagables, y más aún cuando se ven más tarde retratados en el LCD
de la cámara.
Este es un cruce
fronterizo legal pero no oficial, no hay caminos, no hay señalización
de ningún tipo, no hay oficina de sellado, ni tampoco oficiales de
inmigración, sólo una guarnición militar a cada lado. Giro 360
grados a mi alrededor y todo luce exactamente igual, vacío, inmenso,
inhóspito, solo las montañas bajas de Sudán del Sur a la derecha
se elevan para romper la perfecta monotonía del entorno. Con el GPS
en mano avanzo los últimos metros hasta finalmente cruzar la línea
limítrofe. Me paro al otro lado de ella y estamos ya en Kenia. Una
inmensa sensación de felicidad que no puedo controlar me desborda
como una catarata. De manera espontánea comienzo a saltar, gritar y
vomitar una catarsis de emociones contenidas que me trae una
gratificante sensación física instantánea de liberación, como si
una carga de peso inconmensurable que llevaba a cuestas desapareciera
de repente. Ha llegado finalmente el momento tan ansiado en el que
puedo mirar hacia atrás, a los 52 días que pasamos en ese país
llamado Etiopía y siento éxtasis por enterrarlo en el pasado, es
hora de seguir adelante y no mirar atrás.
El medio de la nada
Si alguien me preguntara
cuál es mi lugar favorito en el mundo contestaría rápidamente sin
hesitar: el medio de la nada. El medio de la nada es un lugar y a la
vez no es ningún lugar. Es aquel lugar donde la inevitable realidad
universal de la incertidumbre se vuelve la única certeza que domina
la existencia, no dejando lugar alguno a la mente a seguir creyendo
en la ficción de un mundo donde todo es tangible y certero. Por eso
es que en esa mismísima incertidumbre los aventureros encontramos el
perfecto medio ambiente donde vemos nuestra vida florecer de manera
espontánea; es en ese espacio donde soltamos finalmente la última
garra que se aferra a la ilusión de un mundo donde creemos que
podemos tener el control de las cosas. La recompensa es nada más ni
nada menos que el regalo de la libertad y cuando alcanzamos esa
comprensión lo incierto no sólo no asusta sino que nutre, porque
nos alinea con la más certera de las realidades universales: todo es
constante alteridad, todo es incierto.
Así avanzamos por esta
tierra remota en el medio de la nada donde me siento alineado con el
universo y puedo sentir la adrenalina fluir por mi cuerpo en forma de
estímulos eléctricos de placer que no tienen paralelo alguno. La
adrenalina es la gasolina que alimenta mis músculos al pedalear o al
empujar en la arena pero también es la que me mantiene en estado de
costante alerta, aquí donde los límites territoriales no tienen
trazos definidos y la posibilidad de conflicto está latente a cada
momento. Estamos en plena tierra de guerreros pasando de país
Dassanech a país Turkana, dos tribus archi enemigas que
continuamente entran en sangrientas batallas por el control
territorial de las pasturas donde llevan a pastar a sus animales.
Todos andan armados por aquí, cada pastor es un guerrero en guardia
listo para resistir una repentina emboscada de la tribu enemiga y
morir defendiendo su tribu y su ganado. Los guerreros Turkana son
hombres recios de miradas crudas que emanan una extrema confianza en
sí mismos. Sus vidas son curtidas por un ambiente inhóspito y en
sus cuerpos trazan mediante la dolorosa escarificación, puntos que
computan la cantidad de enemigos que han matado en las batallas.
En el camino, a medida
avanzamos a fuerza de empujar en la arena atravesando aldeas Turkana,
también encontramos las estaciones de las Misiones católicas
activas en la región, algunas de las cuales han devenido en onerosos
castillos de lujo que incluyen hasta viñedos, en uno de las regiones
más desérticas de Africa. Como alguien que siempre ha estado en
contra de cualquier forma de inducción a la religión (la que sea),
me cuesta encontrar una razón desinteresada detrás de su trabajo de
beneficencia aquí, pero en ellas también hemos conocido a gente
excepcional, como el Padre Andrew quien arriesga su vida yendo a las
aldeas a hablar con los jefes de la tribu para desarticular guerras
inminentes que derivarán en una impredecible cantidad de muertos. Lo
hace en nombre de la paz, no en nombre del dios en el que cree.
También hemos conocido a una cantidad de excepcionales voluntarios
que van con el fin de ayudar genuinamente, brindando atención médica
y sanitaria sin el interés de cobrarles el precio de la
evangelización, a quienes de otra manera morirían de aflicciones
fáciles de evitar.
Mientras los hombres
pastorean a sus cabras las mujeres Turkana hacen las tareas del
hogar, cuidan a sus niños y pasan las largas horas del día sentadas
en grupo bajo el relativo frescor de las acacias trabajando en su
decoración personal. A nuestra vista, sus vidas son muy primitivas,
tanto que los Turkana han rechazado hasta el día de hoy el uso de la
rueda, pero ellos parecen vivir sin apuro alguno por llegar a tiempo
al trabajo.
La exquisita decoración
de collares de bolitas de diferentes colores y abalorios montados
unos sobre otros, indican el status y el “valor” de la mujer
dentro de la aldea. A mayor cantidad, más alto es su estatus. La
dolorosa escarificación es parte también de su decoración
corporal.
Las aldeas son de las
más sencilas que he visto en toda la región del valle de Omo y el
lago Turkana, consistiendo de agrupaciones de chozas de forma
circular construidas sencillamente con una estructura de ramas de
árbol cubiertas de hojas secas La familia duerme directamente sobre
el piso de tierra y a diferencia de las viviendas tradicionales de
muchas tribus del mundo, por motivos obvios, el fuego para la comida
se hace afuera y no en el centro de la choza como es habitual.
Nos llevó 5 días
físicamente muy duros pedalear, pero mayormente empujar en la arena 8 horas al día,
los 167 km de huella en esta tierra olvidada entre Omorate y Lodwar,
la primera pequeña ciudad de Kenia. Cuando miro en retrospectiva las imágenes de estos tramos infernales, como los de esta trampa de arena que cruzamos, a veces me cuesta creer (como en ocasiones anteriores en las selvas, los desiertos, etc) los enormes desafíos que me pongo delante porque como siempre, bien podría haber elegido una ruta mucho más simple y seguro. Pero esto no es algo nuevo para mí, forma parte de mi personalidad. De mucha más sorpresa y admiración me llena ver a mi doncella de hierro, Julia, soportando todos estos mismos suplicios a los que este paupérrimo caballero la somete. Sin quejas ni fastidios empuja siempre hacia adelante con el temple de quien también da todo antes de dejarse vencer por la adversidad. Desde atrás, en silencio, empiezo a comprender por qué me he enamorado de esta mujer de carácter indómito y espíritu de acero
Nuestra travesía resultó
ser un éxito y una experiencia de vida extraordinaria, de aquellas
que quedarán grabadas para siempre dentro de los más increíbles
recuerdos que acumulo a medida que recorro este mundo en bicicleta.
Convivir estas semanas con los Turkana y anteriormente con las
ancestrales tribus del Omo ha sido tan divertido como extenuante y
por momentos bastante tenso, pero ante todo, ha sido fascinante al punto de dejarme sin palabras. Hemos
sido los protagonistas de nuestro propio documental, hemos vivido de
cerca con esa gente que solemos ver como algo tan distante y ajeno a
nosotros en los documentales de National Geographic y el
resultado fue una experiencia de vida única e inolvidable.
NOTA: Luego de leer
este y tal vez otros relatos de otros ciclistas que atravesaron esta
región es muy fácil caer en creer que cruzar por aquí no tiene sus
riesgos, pero a manera de advertencia para quienes aspiran a visitar
esta fascinante región del mundo, los riesgos son grandes y muchos.
Toda la gente que ven retratada aquí, no ven el mundo como uds. y
yo, viven en una dimensión completamente distinta, lo que vuelve a
su carácter completamente impredecible para nosotros. Este es un
lugar donde TODO puede pasar en cualquier momento. Se puede caer en
el medio de la balacera de las frecuentes guerras tribales como
se puede ser asaltado por facciones que comienzan de a poco a ver el
valor económico de un extranjero. Se puede ser víctima de un
capricho, para nosotros tan irracional, como el ejemplo de un ciclista
holandés que volvió con un tiro en el pecho de regalo luego de
rehusarse a compartir su agua con un Dassanech, o como mis amigos
Sarah y Scott quienes recientemente han sido robados a punta de
ametralladora y cuchillo, y ella manoseada por un grupo de
adolescentes Dassanech, y más tarde tenido que posponer su marcha por
caer en un cruce de fuego.
Luego de haber leído
muchos de los relatos de otros sobre esta región y percibir una
tendencia general a banalizar los riesgos, y luego de haber asumido
el riesgo personal de atravesarla yo mismo, me gustaría dejar en
claro, como me lo ha hecho saber de antemano mi amigo Salva
(legendario ciclista de Granada) que no hay que subestimar los
potenciales riesgos de aventurarse por aquí con gente que como dije
antes, viven bajo códigos radicalmente diferentes a los nuestros.
Así como por suerte, hasta ahora, la experiencia es mayormente
segura y positiva para casi todos los que pasamos por allí, los
potenciales peligros son certeros y están latentes en todo momento.
Nico, me dejas sin palabras. IMPRESIONANTE!!
ResponderBorrarGenial Nico. Me gustó mucho "El medio de la nada". Un placer leer tus experiencias.
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