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Flores marchita


Luego de dos semanas tranquilas, esperando que Julia se recupere del todo del maldito dengue, salimos de Kupang cargados de ánimo en camino a Maumere, en la isla volcánica de Flores. Ya ciertamente debíamos cargarnos de ánimos para subirnos a un nuevo PELNI. Esta vez fueron 18 hs solamente pero el barco estaba nuevamente muy lleno. La realidad es que no es tan malo como parece, la gente es siempre muy amigable, pero tantas horas, en un ambiente de tanto hacinamiento se hacen muy pesadas, aunque el hecho de vuelta en la ruta, listos para rodar en Flores, nos llenaba de entusiasmo.

Flores es una isla que de borde a borde, en las 4 direcciones, casi no tiene espacios planos, todas las montañas están tapizadas de verde y es difícil encontrar un lugar en el que, entre su intricada geografía, no asome al menos un volcán entre las nubes. Es un escenario realmente fascinante. Saliendo del puerto Maumere, comenzamos a pedalear cuesta arriba sin reservas, a los pocos kilómetros de salir de la ciudad. Es la ciudad más grande de Flores y sin embargo, tiene más bien un espíritu de pueblo grande. El nombre de Flores viene de haber sido un bastión de Portugal, antes de que estos se la vendieran a Holanda, que ya tenía casi todo el resto. Han heredado la fe católica y es uno de los pocos lugares de Indonesia, la comunidad islámica más grande del planeta, donde no hay casi mezquitas. En la primera parte del camino a Moni, pasamos de hecho, varios seminarios en el medio de las montañas donde se forman sacerdotes. Cada tanto aparecía en nuestro camino alguno que otro misionero occidental trabajando allí. Una vez ya dentro de las montañas, la vida tradicional aflora en todas partes. En las aldeas las mujeres se suelen sentar por horas frente a los telares. Le llaman Ikat a la técnica de confeccionar los textiles alineando los colores manteniendo los hilos separados.


Fuímos subiendo por pendientes muy razonables, sin tener que estar dejando la vida en ellas hasta que alcanzamos Moni, un pequeño pueblito que sirve de base para ascender al espectacular cráter del volcán Kelimutu, pero esperábamos algo mucho mejor que quedarnos en Moni, así que decidimos seguir ascendiendo en bicicleta y acercarnos lo más que pudiéramos al cráter. Subimos por unos 14km, por momentos bastante empinados, por la falda del volcán. El camino fue pasando através de algunas aldeas y muchas partes de la ladera estaban sembradas, era difícil creer que íbamos en dirección al cráter. 4km antes del mismo, los guardas del parque nos prohibieron subir a acampar en el cráter y tuvimos que acampar allí al borde del camino, al pie de un barranco empinado desde el cual nos encontrábamos por encima de las nubes. Estábamos a unos 1500 mts de altura y cuando cayó la noche hacía bastante frío. Era bastante extraña la sensación de sentir frío en el trópico, es como que uno no puede conectar experiencias tan antagónicas. Nos tocaba levantarnos a las 4 am para ascender a pie los últimos 4km antes del amanecer, Kelimutu es un volcán de triple cráter a 1639 mts de altura, dos están conectados y uno está separado al otro lado de una ladera. Su particularidad es que los tres tienen diferentes colores. Uno está siempre turquesa, el otro vira del verde al amarillo y el tercero vira del negro profundo al azul oscuro. Presenciar el amanecer allí, fue una experiencia deslumbrante.


Las dimensiones del cráter principal, son espeluznantes y caminar por el filo del mismo es escalofriante, ya que un paso en falso y la caída libre es sin escalas hasta el lago que cubre el cráter.



Luego de disfrutar de las increíbles vistas y de hacer vibrar la adrenalina caminando por el filo del cráter, levantamos campamento y seguimos camino hacia la ciudad de Ende, ubicada en la costa sur de la isla. Desde Kelimutu hasta allí fue un descenso de 40km por cañones espectaculares, pero a 15km antes de llegar, cuando estaba en pleno éxtasis disfrutando de este dramático paisaje, escuché entre mis pies un extraño ruido, maldita sea, ruido a metales sueltos, los pedales se me empezaron a atascar cada algunos giros y debía pedalear hacia atrás para destrabarlos. No tardé mucho en darme cuenta que el eje de los pedales había colapsado y los rulemanes saltaban como locos dentro de la pieza ya rota. En ese momento exploté de frustración, y odio y bronca. En una de las más alucinantes islas de Indonesia, pero también una de las más precarias, me había quedado virtualmente sin bicicleta. En toda la isla no había ni una sola tienda de bicicletas, ya que aquí todos renunciaron a la tracción a sangre hace tiempo para reemplazarla por scooters ruidosos. Llegué a Ende rodando a duras penas, rezándole al destino para que allí hubiera alguna tienda, aunque fuera muy básica pero que tuviera repuestos chinos baratos que me permitieran terminar los 350 km restantes, pero no hubo caso. No podría haber sido peor lugar para que algo se rompiera y me costaba superar la frustración y la amargura.

Al otro día, saliendo de Ende, decidí seguir avanzando yendo lento por lo menos mientras los pedales siguieran girando, pero era una tortura, cada tantos giros del pedal hacia adelante, debía hacer muchos más hacia atrás para que no se trabaran los rulemanes. Era un ejercicio por demás agotador, pero no me quería resignar a tener que poner la bici en una camioneta. Pude hacer 20km a lo largo de la costa saliendo de Ende, un camino increíble donde mueren los volcanes al pie del mar y las playas son de arena negra ultra fina.


El período de gracia no duró mucho, al empezar de vuelta con las subidas, me resultaba imposible mantener la rutina de adelante y atrás, y en un punto los pedales se habían trabado completamente. Allí, no nos quedó otra que esperar alguna camioneta que nos levantara y nos llevara a Bajawa, nuestro próximo destino, unos 80km arriba en las montañas. Nos levantaron tres hombres muy gentiles que se dirigían hacia allí. Es difícil explicar la frustración. Ir con las bicicletas en la caja de una camioneta y mirando el paisaje a la velocidad de un vehículo, a esta altura ya me resulta insoportable. Qué paradojas de la vida. Cuando hice mi transición de mochilero a viajero en bicicleta, recuerdo que lo que más tiempo me llevó asimilar era la lentitud de la bicicleta. En ese momento ya no alcanzaba destino durante la noche sino que me llevaría días de esfuerzo y soledad. Aceptar eso, y aprender a vivir a un paso más lento y pausado me resultaba muy difïcil en el comienzo. Hoy, 7 años más tarde, me resulta intolerable la velocidad del transporte motorizado, siento que literalmente me estoy perdiendo TODO del lugar por el cual estoy viajando, que no estoy en control de mi ritmo, que me gusta ir lento, deteniéndome en cada pueblito, aldea, ciudad, charlar con la gente en un restaurant o un kioskito, detenerme cuando quiero oler una flor, mojarme los pies en un arroyo, respirar el perfume de las plantas. Qué amargura, mirar estos paisajes, hacer estas subidas, pasar por los pueblitos a 80km/h! NO SE VE NADA, NO SE SIENTE NADA!
Por suerte, Kelvin, su hermano y su suegro, que vivían en una aldea en las afueras de Bajawa, nos invitaron a pasar nuestra estadía en su casa. Los Indonesios, raramente viven solos. Fuera de la ciudad es casi inexistente. Todos viven con su propia familia y uno o varios parientes más, cercanos y lejanos, y muchas veces amigos también. Tienen un sentido de unión muy fuerte, no sólo por afecto y cultura sino también claramente por necesidad económica; se contienen entre sí. En la casa de la familia de Kelvin estimo que debían vivir y pasar durante el día y la noche, al menos 15 personas. Está en una aldea muy tradicional, donde la gente hace todas las tareas a mano y no hay piso que no sea la tierra. Bajawa, a 1100 metros de altura, es un lugar que durante las lluvias y las noches se puede volver muy frío. En el fondo de la casa de Kelvin, nos solíamos sentar junto a ellos alrededor del fuego para entrar en calor y conversar sobre la vida y, por sobre todas las cosas, beber café.


El café crece por doquier en Indonesia, cada isla tiene su propio tipo de café porque casi toda la gente tiene los árboles detrás de sus casas. Lo beben como si fuera agua, y con justa razón porque es simplemente delicioso. Se vuelve completamente adictivo. Creo que nunca antes había bebido tanto café en mi vida y hoy ya puedo asegurar que es una de las cosas que más añoraré al dejar este país.


Pasar dos días con Kelvin y su familia en su aldea ayudaron a mitigar un poco la frustración que tenía con la bici rota. El día que nos fuimos  Kelvin nos llevó en la camioneta unos kilómetros hasta el desvío a Aimere, el cual podía rodar en bajada por 40km, desde 1100mts hasta la costa, sin tener que hacer girar los pedales. Rodé feliz disfrutando toda la bajada, ganando kilómetros en bicicleta a los 350km que tenía “perdidos”. La bajada al pueblito pesquero de Aimere fue un descenso paulatino por un camino cuya forma sólo puedo comparar a la de un intestino delgado, la cantidad de curvas girando 180 grados fue inimaginable. Toda la bajada fue acompañada de unas vistas impresionantes del volcán Inerie, que con su perfecta forma triangular sobresale entre un paisaje de rebuscadas montañas, con una de sus laderas cayendo directo en el oceáno. El volcán estuvo mayormente esquivo, ocultándose y destapándose de tanto en tanto a medida que íbamos avanzando.


En Aimere caminé unos 10 km más, con Julia rodando despacio delante de mí hasta que tuvimos que volver a esperar alguna camioneta al comenzar la nueva subida. Esperamos un rato largo hasta que un hombre, que iba con su mujer y su hijita nos levantaron. Nos llevaron hasta Ruteng por un camino mayormente en subida. Las vistas más increíbles del Inerie al atardecer ocurrieron en este ascenso, cuando tenía tanta frustración adentro que me quería tirar de la camioneta. Este maldito paso veloz que no me dejaba disfrutar nada. Todo pasaba tan rápido! Cómo se puede absorber el mundo así? Cómo hice en mis diez años de mochilero? Acaso sentí realmente el mundo en esos momentos? Me resultaba insoportable esta sensación de la velocidad, del no poder contemplar yendo al mágico ritmo lento de la bici. 70 km mas perdidos y llegamos a Ruteng, una vez más entre montañas alfombradas de verde, con volcanes  por doquier, plantaciones de arroz, y un clima fresco delicioso debido la altura aunque ya no tan frío como Bajawa.


Para el día siguiente tenía el mismo plan del día anterior, hacer descenso en bicicleta hasta donde pudiera, pero ojalá el camino hubiera sido tan simple. Esta vez había bajada pero también había subida y aún así, no me resignaba a tener que volver a subirme a un maldito vehículo, así que con Julia tranquila yendo adelante, decidí caminar hasta que mis pies reventaran de ampollas. Durante todo el resto del día bajé rodando, caminé en las partes planas y subí, subí y subí mucho empujando la bicicleta. Era agotador y muy lento, pero al menos podía sentir! Estaba feliz, no era lo ideal pero caminando se podía! Desde Ruteng hasta la última gran subida antes de Labuanbajo caminé aproximadamente 140 km en 2 días y si bien fueron duros, muy lentos y sudé hasta la última gota, disfruté cada segundo casi con euforia...o no cada uno. Nunca creí que iba a decir esto, pero los niños en las aldeas de las montañas de Flores resultaban peores que los mosquitos. Es feo decir esto, lo sé, sobre todo cuando los niños son generalmente adorables, pero en este tramo, desde que entraba en su rango de visión en las aldeas, venían de a unos 20 y me rodeaban, me cargoseaban sin parar. Responder a los “Hello Mr.” era inútil, una respuesta no alcanzaba, querían 50 y seguían, me rodeaban como plaga y no se iban, me molestaban. No era producto de mi mal humor, lo juro, en general los niños no son así. Julia que podía alejarse rápido con la bicicleta sentía lo mismo, se iba porque la volvían loca pero yo, que tenía que caminar junto a mi bici, los tenía pegados como sanguijuelas por varios kilómetros. Las partes de subida fueron trayectos largos, pero al menos yo tenía control de mi ritmo y no lo dejaba librado al del motor de un vehículo. En las aldeas recobrábamos energía con el café que la gente nos invitaba en sus casitas de entramados de bambú. Cuando yo llegaba caminando, agotado, me miraban con piedad, pero yo les sonreía y les decía que estaba todo bien, que mi bicicleta sólo estaba rota.


Luego de casi 150km de esta inusual travesía combinando rodar en bajada y caminar con la bici, ya con los pies muy doloridos, porque encima ni me puse las zapatillas, hice todo calzando ojotas (chanclas) de un dólar, llegamos a una última gran subida empinada de 15km, la cual sí resigné, pero ya estaba satisfecho. Con mi negación a resignar tan maravillosa isla al rugir de los motores, había logrado reducir a tan sólo 1/3 la parte hecha en camionetas. Fue muy pesado, por momentos aburrido, pero al menos sentí el camino como lo hago siempre y Julia pudo rodar más lento que nunca sin siquiera tener que acelerar su ritmo cardíaco, mientras avanzaba y tomaba largos descansos esperándome. 


Finalmente llegamos a Labuanbajo, un pueblito pesquero tranquilo (aunque ya perfilándose a volverse muy famoso) donde la geografía de Flores se desdibuja en una serie de islas paradisíacas, de formas caprichosas, desperdigadas por el oceáno. Allí, sólo teníamos que echarnos a descansar y disfrutar de no hacer más que, nadar en aguas cristalinas y contemplar atardeceres de ensueño, mientras esperábamos al Bukit Tilongkabila, para iniciar el último tramo que deberíamos sufrir en un PELNI en esta pasada por Indonesia, el cual nos llevaría al primer puerto en el que pudiera arreglar mi bicicleta. 

 Aquí va una serie de cambios de color en los afables cielos de Labuanbajo.







Comentarios

  1. Qué grande, Nico. Yo también siento que la velocidad de los traslados motorizados me hace perder el paisaje, las sensaciones y la cercanía con la gente de cada lugar por donde paso.
    ¡Qué lindas vistas de los lagos en los cráteres, además!

    Abrazo,
    Mordi

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