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Antes de la guerra

 
  
No importa cuánto uno intente prepararse para afrontar imprevistos, nunca es posible prevenirlo todo. Ya habían pasado casi 10.000 km desde que había salido de Ciudad del Cabo y cargaba desde allí con 10 kg extra en repuestos. Por mucho que me pesara, era inevitable porque sabía que hasta Europa no podría encontrar nada de calidad en caso de roturas, por lo que cualquier problema podría fácilmente devenir en pesadilla.  De todos modos, como es habitual, la Ley de Murphy prueba ser infalible y siempre se rompe algo al margen de todo lo que uno puede reemplazar. En este caso, luego de días pedaleando a puro golpes antes de Makokou, noté que mitad del porta-alforjas delantero quedó suelto en el aire. Me había pasado muchas veces que por esfuerzo de corte, debido a impacto y peso, los tornillos se cortaran, pero esta vez lo que se había cortado no era el tornillo sino la pieza de sujeción unida a la horquilla.


No podía hacer nada en el medio de la selva más que apelar al ingenio de Mc Gyver que todos los aventureros llevamos dentro y crear una compleja sujeción utilizando alambres, bridas y cinta americana para poder llegar a Makokou, donde rogaba que pudiera encontrar a un cirujano. La pieza en cuestión era muy delicada. El tamaño tan pequeño y el punto de corte tan cercano a la horquilla, exigían que la soldadura debiera ser realizada por un soldador experto con mucho cuidado, de modo que no se fundiera ni deformara el interior de la rosca, y al mismo tiempo procurando dejar alineada la pieza para que el tornillo volviera a encajar derecho. Habiendo soldado bastante yo mismo de pequeño, me ponía muy nervioso saber lo difícil que era. Pero en Africa no hay que temer estas cosas, porque parte de su grandeza es la de ser un continente donde la necesidad conlleva el desarrollo del mayor ingenio y las más grandes habilidades de la gente para poder subsistir en un mundo de escasez y sacar lo máximo de la menor cantidad de recursos disponibles.
Estaba a punto de aventurarme a lo desconocido y sabía que sería extremo, debía salir con todo a punto. Me llevó la mañana entera de andar por el mercado de talleres de reparación de autos, preguntando en uno tras otro lugar, hasta encontrar a Stephane, cirujano soldador senegalés por excelencia, quien con sus 2 metros de altura y voz gruesa concluyó determinante luego de su diagnóstico: "Il n-y-a pas de problem! No te preocupes, yo puedo hacerlo". La operación no fue fácil, duró 20 minutos pero Stephane lo logró, la pieza quedó casi perfecta, le pagué 3000 CFA (~5 dólares) en vez de los 500 CFA que él esperaba a cambio, aunque se merecía mucho más. Ahora, ya estaba todo listo para poder lanzarme al extremo.

 
Mekambo, la última parada

 Me faltan 180 km para llegar al último pueblo de Gabón, a partir del cual todo será una gran incógnita. Pasé semanas investigando, buscando información para volver a entrar al Congo desde el remoto noreste y no encontré absolutamente nada. Ni cicloviajeros, ni motociclistas, ni "overlanders" (viajeros en 4x4), ni mochileros; nadie tiene idea de si es o no posible pasar de un país al otro por allí. La gente local hasta Makokou inclusive, me dice cosas completamente contradictorias dependiendo con quien hable y la mayoría no sabe nada. No me importa, tengo tiempo, me siento fuerte como una locomotora, pero ante todo, me mueve una sed de aventura y adrenalina que no puedo frenar. Estoy dispuesto a todo y hasta Mekambo llegaré para averiguarlo.


 El primer día es extrañamente fácil, el camino no está asfaltado pero está en perfectas condiciones. Es ancho, apisonado, duro y tiene la curvatura perfecta para desviar el agua de lluvia. Lamentablemente no me lleva mucho tiempo saber que no es por mejorar la calidad de la vida de la gente que vive en este remoto rincón del país, sino el medio que le permite a las empresas predadores chinas llevarse lo más rápido posible, los trozos que le arrancan impiadosamente a este pulmón del mundo.  El rugir de los camiones anula la sinfonía de la selva, acostados sobre ellos van los cadáveres de docenas de árboles ancestrales camino a convertirse muebles baratos en alguna ciudad poluida de China. Lo hacen con el absoluto aval de un gobierno que a cambio de préstamos a intereses obscenos, regala sus recursos para pagarlos, sin control alguno ni consideraciones sobre una explotación sustentable. Mientras tanto, las ganancias se reparten entre un puñado de políticos y empresarios carroñeros en ambos continentes. Cada camión que me pasa siento una puñalada en el corazón.

Llego con mucha tristeza al final de aquellos kilómetros de camino en buen estado, vestido del polvo rojo que me arrojaron los camiones al pasar, y con una sensación de impotencia y desasosiego que me domina. Así como viajando vivo momentos humanos que restauran mi fe perdida en la humanidad, también vivo estos donde siento que todo está perdido y nuestra auto-destrucción es inminente, y me atrevería a decir, merecida.   


Cuando paso el último desvío al punto actual de exterminación de la selva, el camino vuelve a la "normalidad", reaparece el barro, los pozos que forman lagunas inmensas y también la vida difícil. Lo veo en los rostros de las mujeres de las aldeas que pasan a mi lado cargando pesadas canastas en sus espaldas. Lo veo en los ojos tristes y las panzas infladas de niños que viven una niñez de trabajo duro en vez de una de diversión, ayudando a sus madres a cargar con el manioc y los bidones de agua.


 Me lleva 3 días llegar a Mekambo, acumulando ya casi 3 semanas de días duros de distancias largas y una incomodidad permanente a la cual uno nunca pueda acostumbrarse. Pero al final de cada día, a cada aldea a la que llego, el chef du village (jefe de aldea) siempre tiene un lugar en el cual puedo montar mi mosquitera. A pesar de las tristezas de la realidad, los momentos que paso con la gente que conozco en el camino son los que más atesoro. Me recuerdan que son el verdadero motivo por el cual viajo por el mundo. A veces puedo creer que la estoy pasando duro tal o cual día, pero solo basta con una parada y una conversación con algún local para que todo eso adquiera una dimensión más . Compartir mi vida con los demás ensancha mi perspectiva y me devuelve el equilibrio. Me gusta que la gente me preste sus ojos para ver el mundo de otro modo, porque de esa manera nunca dejo de aprender, como así reflexionar sobre mis propios errores y prejuicios, los cuales a veces parecen no tener fin! 
 Permitirse derribar y reconstruir la propia idea del mundo a través de múltiples ojos una y otra vez, es un ejercicio mucho más enriquecedor y ciertamente más valiente que realizar tal o cual proeza física. No se necesita de complejos intercambios filosóficos tampoco sino de charlas simples a corazón abierto. Todos pueden enseñarte algo.


Llego a Mekambo, el último pueblo grande de Gabón en el extremo noreste del país y finalmente recibo las buenas noticias: la gente local me asegura que hay un camino por el que puedo cruzar al Congo, no es el que yo originalmente tenía en mente porque ese no existe, sino otro que no conocía. Pero hay una noticia aún mejor: me aseguran que tengo que estar completamente loco para siquiera intentarlo en bicicleta, ni siquiera los vehículos pasan ya, porque ese camino...ese camino es la guerra.    

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