Viniendo de Sudáfrica, y en menor medida del resto del sur de África, es imposible no advertir la pronunciada diferencia tan pronto uno entra en Lesotho. Parado allí, contemplando un amanecer que pinta de dorada la cordillera Drakensberg, un pastor basotho envuelto en su manta, rodeado de sus perros, me mira solemnemente en un silencio casi espiritual, con la misma curiosidad que yo lo miro a él. De repente, siento que he vuelto a Africa, pero también reconozco que esta gente es notablemente diferente a la que había conocido hasta el momento. Sus rasgos, sus vestimentas, sus casas, su andar; la mirada orgullosa y penetrante que refleja el temple de sólo aquellos que resisten las inclemencias de una geografía áspera y un clima riguroso.
Pero esta belleza casi celestial de Lesotho no debe ser tomada a la ligera, porque del más mágico de los paraísos puede devenir el más brutal de los infiernos. El verano, cuando todas las laderas están elegantemente vestidas de verde, es también el momento en el que el cielo desata toda su furia sobre la tierra. Las tormentas eléctricas de esta región se cobran la vida de decenas de pastores todos los años. Aquella noche en la base del paso Sani, luego de haber sobrevivido yo, quizás milagrosamente, a aquel despilfarro de electricidad que caía del cielo todo a mi alrededor, me prometí a mí mismo que desde ese momento procuraría siempre acampar en un lugar seguro. Pero la impredictibilidad de las tormentas lo hace muy difícil, porque pueden ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar. Sin embargo, lo más temible es que la velocidad a la que el clima degenera es espeluznante, ciertamente mucho más rápida que a la que yo puedo desplazarme en bicicleta por estas altas tierras, desde un lugar expuesto a un lugar protegido. Por eso, llegar al final del día a una aldea y acampar junto a las casitas de los basotho me daba una enorme tranquilidad. Allí me sentaba a mirar el cielo estrellado para contemplar con fascinación, desde la seguridad de un techo, cómo el espectáculo eléctrico avanzaba velozmente hasta llegar encima nuestro.
Como suelo hacer en todos los países que visito, desde el primer día que llego me encargo de aprender el lenguaje local, y en este caso aprendí más y más sesotho a medida que avanzaba. Esto me permitió poder comunicarme con el morrena (jefe de la aldea) al llegar a cada aldea y poder pedirle permiso para pasar la noche allí. Si bien siempre me han recibido con los brazos abiertos sin excepciones, una vez me ha tocado presenciar cómo un morrena salió de la casa dándole puñetazos limpios a una mujer que simplemente había llegado conmigo para presentarme. Nunca entendí si estaba loco, si estaba borracho o qué, pero lo cierto es que quedé paralizado ante semejante violencia y luego de que la mujer pudo irse corriendo, yo me fui detrás y acampé en otro lado, con la salvedad de que volví a quedar expuesto a una nueva tormenta. Cuando vi la furia que traía la misma, comprendí desde el primer momento que otra vez iba a estar jugando cara a cara con la muerte y eso ya no podía permitírmelo. Cuando los rayos estaban ya casi sobre la aldea, no me quedó otra opción que ir a refugiarme al único lugar al que pude recurrir en la oscuridad de la noche cuando ya todos estaban dentro de sus casas: dentro de una letrina. Los olores que brotaban debajo mío me corroían los pulmones, pero aún así, el asco resultaba más benévolo que la nueva tormenta que presencié esa noche. Antes de refugiarme, tomando fotos hasta el último momento, he visto una y otra vez la noche negra volverse un día incandescente. Si alguna vez hubiera dudado de la fuerza indómita de la naturaleza, en ese momento ya no tendría nunca más dudas de la misma.
Puedo avanzar entre 35 y 45 km al día, de sol a sol en el sillín, en un ejercicio de fuerza a veces inconmensurable con la bicicleta tan cargada. De algún modo, a medida que avanzo haciendo temblar mis cuadriceps de la fuerza, comienzo a imaginar a Lesotho como a un puntito en el que todo el Tíbet había sido comprimido. Las bajadas, igualmente empinadas, se me van en un abrir y cerrar de ojos enterrando los frenos hasta hacer chillar las llantas, sólo para encontrar al final de ellas, un estrecho valle que cruzar en minutos solamente, antes de comenzar una nueva subida eterna. No sé quienes han planeado estos caminos pero comienzo a creer que definitivamente tienen una vendetta contra los ciclistas.
Conversaciones en el techo de Africa
Las subidas y las bajadas me llevan por paisajes deslumbrantes, pero la verdadera magia de este pequeño reino se encuentra cuando alcanzo las mesetas en donde las pendientes se vuelven más amenas y me dan un respiro. El verano trae a las tormentas que con furia a veces matan, pero con ellas también llega la vida a la tierra con la fertilidad que propagan. Los campos se atiborran de flores blancas, lilas y amarillas donde los niños basotho se pasean en sus burritos; aunque el verano puede no ser más que un decir cuando se vive a 3000 metros, porque el frío mantiene a la gente envuelta en sus mantas prácticamente todo el día.
Cuando me acerco a ellos, los noto alertados por mi presencia. Primero creo que los estoy molestando y no soy bien recibido, sin embargo en breve me doy cuenta que tan sólo me están pidiendo que no me acerque a sus chozas para que sus perros no me devoren. Menuda furia la de estos caninos que a 50 m ya los tienen que cazar del cogote para que no salgan a despedazarme. Cuando uno los sujeta otro de ellos se acerca a conversar conmigo. Hablan un dialecto muy difícil del cual no comprendo ni una palabra pero luego de gestos y señas logran entender que necesito un lugar para acampar. Allí, en esa mismísima intemperie, a una distancia relativamente equidistante de tres chozas me dicen que es seguro para que monte mi tienda. Trato de hacerme entender para preguntarles sobre las tormentas pero no hay caso, así que decido jugarme una vez más a los caprichos eventuales de la naturaleza, al fin y al cabo es de noche ya y no tengo otra opción.
Aquella noche paso una de las noches más heladas que he experimentado en un verano, sólo comparables a las del Tíbet y Mongolia. Me quedo un rato afuera como es habitual, conteniendo un poco el frío intenso para contemplar la vía láctea desde el techo de Africa, todo está oscuro y en silencio. Sin embargo, cuando me encuentro calentito dentro de la bolsa de dormir, soy indirectamente partícipe de una conversación nocturna entre pastores basotho. Pero claro, no en persona, sino a distancia. Entre choza y choza, situadas a una distancia que estimo no menos de 200-300 metros, los pastores conversan con oraciones cortas llamándose entre sí en el vacío y la oscuridad, estirando las palabras hasta desvanecerse en el silencio. Cuando una palabra "se apaga", el otro contesta. Mi tienda, situada en el centro de un triángulo imaginario en cuyas puntas se encuentra cada choza, es el epicentro de la conversación. Allí, a 2900 m de altura, en esa noche helada de verano, bajo millones de estrellas, y sin la amenaza de una tormenta, me quedé dormido mientras ellos "conversaban" ya entrada la noche hablando a través del vacío de esta inmensidad. Una de las experiencias más mágicas que he guardado para mis recuerdos. A la mañana siguiente, en un plato de lata, los pastores me trajeron un desayuno de miga de pan viejo empapada en leche de cabra helada. Un plato horrible pero que recibí con gran alegría. Me han aceptado entre ellos y ese es un gesto que no olvidaré. Conmigo se quedaron hasta que terminé de desmontar el campamento, mientras se divertían al verse en el LCD de la cámara.
Nicky
Me llevó 10 días hacer unos 350 km para cruzar Lesotho. Cuando alcancé la cumbre del último paso que tuve que hacer en ese mismo último día, que fue el último de una sucesión de tres pasos muy empinados (si bien asfaltados), mis cuádriceps no querían más. Incluso habiendo subido la porción de pasta para la cena de todas las noches a 400g o en su defecto a 300 g de arroz con 400 g de porotos (aluvias), muy pocas veces he sentido semejante dolor de músculos. Siento los muslos inflamados, ya no se relajan cuando duermo y el dolor persiste, estoy feliz pero agotado. Ya voy en descenso hacia Mafeteng y los mágicos colores verdes se han transformado increíblemente en el amarillo que dominará los tonos del Gran Karoo cuando cruce a Sudáfrica, también ha ascendido la temperatura y vuelto una vez más a un punto muy agradable.
A pocos kilómetros de Sepaphos Gate, una remota frontera con Sudáfrica al final de un camino de tierra sin tráfico alguno, paré en la última aldea donde Elizabeth, la hermana del morrena me recibió y cuidó como a un hijo. Eli, quién había trabajado 2 años de niñera en Londres, notó que evidentemente estaba muy cansado cuando me aparecí en la puerta de su casa. Allí, con el cuerpo exhausto, Elizabeth, que tan cariñosamente me llamó "nicky" desde el momento en que supo mi nombre, cocinó para mí, conversó conmigo sobre su difícil vida con alegría y hasta me dió un beso de buenas noches en la cama que había tendido para mí dentro de la casita de su hermano. De allí, me quedaría el largo y duro estrecho final a Ciudad del Cabo, final de esta primera etapa del cruce del continente Africano.
El inolvidable techo de Africa
Volvería una y otra vez a Lesotho, a recorrer lugares aún más remotos, porque en este gran puntito de Africa solamente, uno se puede pasar fácilemente una pequeña eternidad.
Maravillosas fotos y precioso relato, dan ganas de armar las alforjas y salir pedaleando hacia Lesotho... aunque reconozco que lo de las tormentas me da bastante miedo...
ResponderBorrarUn abrazo desde un norte de España lleno de sol
jejeje sí, te aseguro que son de temer Zugunruhe, pero es cuestión de tomar los recaudos necesarios. Lesotho es realmente impresionante!
Borrarun abrazo grande desde Angola!