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Ilusión de perfección


Llegar a Japón es como dejar el presente y dar un salto al futuro, al menos tecnológicamente (o eso espero!). Incluso viniendo desde Corea, país que está en camino a volverse futuro muy pronto, el impacto es notable. Tan sólo pensar que hacía dos meses rodábamos la estepa y el desierto de Mongolia sintiendo que estábamos siglos atrás, al desembarcar en Fukuoka la sensación es igualmente divorciada del presente. Del caos chino al extremo orden japonés, el abismo es también radical. En una primera mirada, todo en Japón parece perfecto y es deslumbrante por donde se lo mire, sin embargo, con el pasar de los días, este gigante hiper-ultra desarrollado revela imperfecciones muy imperfectas para quien pone una mirada aguda y no se deja llevar por todo lo que brilla.


Donde todo es perfecto


Habíamos tan sólo recorrido unos pocos kilómetros desde el puerto hasta Tenjin, el barrio chic de Fukuoka, tratando de absorber absolutamente todo a nuestro alrededor porque todo nos deslumbrababa, cuando un hombre muy sencillo de unos 50 años se me acerca al verme tomar una foto. No hablaba inglés pero se mostró muy curioso por vernos en las bicis cargadas y a mí fotografiando un edificio. A través de señas entendimos que nos invitaba a almorzar. Aceptamos pero fuimos con cierta sospecha temiendo algún tipo de estafa, pero no había nada que temer, el hombre resultó ser amoroso y lo movía una profunda curiosidad. Luego almorzar nos llevó a una panadería donde nos pidió que compráramos lo que quisiéramos para tener provisiones. Al salir, cargados de bolsas y antes de despedirmos, me da un billete de 5000 yenes (unos 50 usd). No lo podíamos creer, no esperábamos jamás una bienvenida así. Lamentablemente, fue un encuentro afectuoso único y fortuito lejos de volver a repetirse.


 Como entrada al universo japonés, Fukuoka es un portal magnífico. Es una ciudad hermosa, no es tan grande ni tan pequeña y es una ventana perfecta para recibir la primera impresión del desarrollo japonés . Hacía mucho tiempo que había olvidado lo que era estar en una ciudad donde todo es objetivamente bello, una ciudad que hace sentir tan a gusto visitarla. En ella se revela Japón. Desde lo humano, un orden magistral, un estricto respeto por las leyes viales, una limpieza inmaculada, japoneses yendo y viniendo de a miles sin chocarse, sin hacer ruido, sin gritarse ni faltarse el respeto, todo en perfecta armonía. Desde lo material, una arquitectura apabullante, tan apabullante desde el diseño y desde la tecnología, que logró revivir la pasión que sentía por la arquitectura en mis años de estudiante y devolverme el interés por fotografiar edificios. Hasta los edificios sencillos son edificios cuidados, bien diseñados, construidos exquisitamente, que revelan las manos de una clase obrera a la que llamaría intelectual. Es como estar dentro de una revista de arquitectura donde aparecen toda la suerte de ejemplos que uno estudia pero que uno sabe que tiene muy pocas chances de llegar a construir,algún día, al menos en el tercer mundo de donde vengo. Aquí hay dinero, mucho, tecnología, la más avanzada imaginable, mano de obra, calificada hasta lo incalificable y profesionales con una fuerte identidad, rigurosos en el detalle y que entienden la influencia urbana de sus obras. Japón, a diferencia de paradigmas catastróficos como el chino, ha sabido magistralmente reinterpretar su pasado y trasladar ese gen intacto a sus ciudades del presente. De este modo, pasado y presente se encuentran pero no chocan, armonizan.



 Las obras en construcción son imperceptibles. No podía dejar de alucinar al pasar por una. ¿¿¿¿Cómo podía ser que no hubiera ruidos ni polvo??? No eran obras detenidas, solía quedarme un rato a observar y veía obreros ir y venir llevando materiales, usando maquinaria pero es que no hacían ruido! Miraba hacia adentro y no había polvo!! Visualmente están cubiertas por completo con una fina malla blanca que las hace "invisibles" a nivel urbano, los obreros barren constantemente las aceras y hasta riegan los arbolitos que ponen en su frente para no afectar visualmente al barrio. Si hay algún movimiento de camiones, hay al menos 4 personas que se ponen delante y detrás de la acción para prevenir a la gente e indicarles el camino seguro y no tener imprevistos. Amigos arquitectos: es simplemente ALUCINANTE! 


En Tenjin, entrar a los locales de venta de cualquier cosa es un deleite. Por empezar, no hay vendedor que no salude con una cordial sonrisa, los locales son visualmente atractivos y se respira un aire perfumado. La moda en las calles sobresale, los japoneses contemporáneos derrochan estilo, mucho. Se visten de primera, con ropa de altísima calidad y diseño. Por primera vez en todo el viaje nos sentimos como dos vagabundos y fuera de lugar. 
Y por último el mundo de la perdición, el mundo por el cual Japón es famoso: la electrónica. Entrar en las grandes tiendas de electrónica es perderse en el futuro. No sólo es la cantidad abrumadora de cosas que se venden sino la calidad y variedad de los productos disponibles. Es demasiado para ser absorbido y uno puede pasar una o dos horas dentro de ellos y salir literalmente mareado. Son centros para el consumo exacerbado a rienda suelta. No hay nada que no se consiga y existe el dicho que dice que, si estás buscando algo y no lo conseguís en Japón es simplemente porque no existe. Puedo asegurar que esto es completamente cierto. Aunque la máxima expresión del desarrollo japonés la veríamos en ROBOSQUARE, el centro de venta y exhibición de robots japoneses. Allí se puede ver todas las formas de robots que se están desarrollando en Japón, desde un samurai hasta un brazo robótico que desarrolla tareas, hasta un perrito al que se le habla e interpreta, mueve la cola, nos baila, nos da la pata, se echa al piso y levanta pechito. Luego de salir de ahí, comenzamos a entender que Japón está en otra dimensión y los japoneses con la cabeza puesta en cosas que son tan ajenas a la realidad de uno que parece mentira que exista una sociedad que está tan al margen de la mayoría de los problemas que afectan a casi todo el mundo. 


Finalmente están los parques, verdaderos oasis urbanos que distienden la frialdad de tanto empalago tecnológico. No por cualquier cosa, los jardines japoneses son famosos en todo el mundo, pasear por un parque en japón es una delicia y en nuestro caso, con el fin de mantener nuestro reducido presupuesto de viaje, son el lugar perfecto para montar nuestra tienda a la noche, porque en Japón, está permitido pernoctar en los parques públicos. En ellos no sólo tenemos un lugar hermoso para dormir sino que todos están equipados con baños impecables, provistos de jabón, papel higiénico y de la pieza esencial de todo japón: el inodoro, pero a ellos les dedicaré una entrada entera más adelante. Luego de dormir en un parque central de Fukuoka partimos hacia Nagasaki, en el sur de Kyushu. La salida de la ciudad fue a lo largo de la costa, atravesando los barrios residenciales, que no son menos increíbles. La arquitectura, sea tradicional o moderna sigue siendo ejemplar. Los ricos en Japón no sólo parecen tener buen gusto sino que mantienen una notable sobriedad. Una casa que uno sabe que es de un rico, no es ostentosa ni rutilante como suelen ser la de los ricos con tan mal gusto de casi todo el mundo. 



Las rutas son un placer pedalear. Los vehículos transitan todos a velocidades que volverían psicótico a un conductor promedio en un país como Argentina y tantos otros. 50-60 km/h en las rutas y eso creo que es mucho. Uno se siente seguro, tan seguro que creo que si me atropellaran no me lastimarían, pero tampoco parecería factible eso porque jamás se nos pegan detrás y cuando nos pasan nos pasan con mucho espacio. Las bocinas, sospecho que no existen, hasta llegué a preguntarme si los coches la siguen teniendo. El camino costero a Nagasaki es muy bonito, con momentos al lado del mar y momentos atravesando bosques hermosos.


Aún con bosques y caminos costeros, la vida está presente sin excepciones. Transitar por Japón revela claramente su enorme población en un espacio geográficamente tan pequeño, todo es un gran continuo urbano ininterrumpido donde no hay virtualmente espacio alguno sin gente. Cualquier punto es la antípodas de un lugar remoto. Todo está poblado, y aún así, el orden predomina y nada se siente abrumador, ni el tráfico, ni la gente. Salir de las ciudades nos transporta al Japón más tradicional, es increíble que un país pueda ser tan futurístico y a la vez tan tradicional, porque en el interior japonés, las casas tradicionales, con sus techos de aleros respingados y tejuelas tradicionales, puertas corredizas de papel de arroz y exquisitos jardines perfectamente atendidos compensan tanto futurismo y devuelven la armonía. 


Al igual que los jardines, los templos sirven de oasis, un necesario refugio del frenético mundo architecnológico de este país, un espacio que invita a la reflexión y al reencuentro espiritual. En Japón, todo parece armonizarse encontrando un opuesto. Los templos sean budistas o shintoistas proveen un espacio mágico un lugar al que uno entra y en el que le gustaría quedarse un rato largo. Son bellos, simplemente bellos y afortunadamente hay muchos de ellos. 


Radiografía de la demencia generalizada

Nagasaki es un lugar mundialmente famoso y creo que no es necesario explicar por qué. Han pasado ya casi 70 años desde la tragedia y aún se percibe que Nagasaki y su gente han sufrido y mucho. A pesar de ser una ciudad desarrollada como cualquier otra, no es una ciudad particularmente bonita y en los rostros de sus habitantes se puede notar la diferencia, a menos con los de los de Fukuoka. No emanan felicidad a pesar de que la ciudad se esmere en cambiar el humor con extravagancias tales como una gigantesca vuelta al mundo montada en la terraza del piso 11 de un Shopping Center. 


El deber humano en la ciudad no es visitar dicha vuelta al mundo sino el museo de la bomba atómica. Es imposible describir la sensación a lo largo de la visita a dicho museo, creo que sólo puede ser comparable a la de visitar Auschwitz, Tuol Sleung o la ESMA, y si bien lo ocurrido en estas últimas es de otra naturaleza, la sensación remanente es lo que prevalece. Es una sensación de profundo miedo y desasosiego, una sensación de desesperanza por haber visto lo que una cierta parte de la población mundial puede hacer al perder toda la humanidad posible. Las imágenes muestran los eventos que condujeron a, e hicieron que, dos naciones (en este caso puntual) en un estado que sólo puedo definir como demencia generalizada llegaran a lo que imagino es, el fin del mundo. El recorrido es una objetiva mirada a una porción de individuos, independientemente de su nacionalidad, que en ese momento de la historia, parecieron haber perdido la parte del cerebro asociada a la empatía, aquella cualidad que nos conecta con los demás seres humanos y nos hace reconocer en el otro a nosotros mismos. Es demoledor y requiere mucha fuerza interna tolerar las imágenes. 74.000 personas muertas en el acto, cientos de miles de heridos que perdieron absolutamente todo y quedaron desprovistos de cualquier tipo de infraestructura para sobrellevar el tiempo que le seguiría, una generación afectada por la radiación cuyos efectos siguen siendo evidentes en los nacimientos del presente y mucho más.. Es escalofriante y llena el alma de miedo, porque otra cosa no pude sentir, la garganta con un nudo permanente, el estómago revuelto y una sensación de todo está perdido. No soy muy optimista tampoco, ya que el estado actual del mundo es regido por un sistema económico que mata día a día mucha más gente que unas cuantas docenas de bombas atómicas juntas y lo hace lentamente a través de la agonía y la tortura psicológica. Las clases de las escuelas locales abundan en el museo como medio de instrucción para no repetir el pasado, pero de allí me llevé la sensación de que la empatía no existía en aquel entonces ni tampoco es un valor predominante en estos tiempos, hay una correlación entre ese tiempo y hoy que no parece haber sido interrumpida. 


Pocas energías quedaron después de la visita y de Nagasaki seguimos camino por Kyushu a través de Kumamoto y Oita. Nos metimos en las montañas que ya iban tomando los colores del otoño, los archipiélagos con bahías de aguas turquesas, vimos los primeros castillos, un pueblo tradicional tras otro hasta llegar al puerto y embarcar a la isla de Shikoku

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